Clamor by Terea Sopeña

Clamor by Terea Sopeña

autor:Terea Sopeña [Sopeña, Teresa]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2015-04-06T22:00:00+00:00


Eva Recarte, hija de Cipriano, el celador de autopsias del Anatómico Forense, y tanatoesteticista de la funeraria El Edén, se inclinó sobre el cuerpo de la chica dejando a un lado el voluminoso maletín de maquillaje. Se llamaba Jara Gadea y había muerto por sobredosis, pero no presentaba en absoluto ese aspecto degradado que ella había advertido en otros yonquis. A pesar de la lividez cadavérica que asolaba sus facciones, saltaba a la vista que Jara había sido una chica muy guapa. La línea de sus pómulos y cejas era fina y elegante; la frente, alta y despejada; los labios, pulposos, y el trazo de la mandíbula, firme pero delicado. El conjunto de los rasgos sugería distinción. Eva recordó que Jara Gadea era la hija pequeña de un concejal. Una niña bien. Seguramente, pensó Eva, esa chica, en vida, no habría resultado una belleza espectacular, pues estaba demasiado delgada, con senos breves y caderas estrechas, pero de no haber muerto tan prematuramente habría envejecido bien, ganando en clase y estilo con el paso de los años. La belleza de una mujer no reside en la carne, por más que a ciertas edades luzca lozana y apetitosa. No, la verdadera belleza, la belleza intemporal, la que no se marchita nunca (y eso Eva lo sabía bien) reside en la perfección de la estructura ósea. Jara Gadea constituía un buen ejemplo.

Eva decidió esmerarse con ella. El cadáver de Jara le inspiraba simpatía y piedad. Durante una hora larga trabajó su rostro, maquillándolo suavemente con texturas de nácar y madreperla, avivando sus labios con un leve brillo rosado y arreglando sus cabellos, castaños y ondulados, en torno al óvalo de la cara. Después de dos horas de trabajo, el resultado la satisfizo. Jara parecía dormida y presentaba un aspecto fresco y natural, muy delicado.

Para vestirla tuvo que pedir ayuda, pues el rigor mortis había agarrotado los miembros de la difunta. El traje que la madre de Jara, la esposa del concejal, les había hecho llegar, era un precioso vestido de seda salvaje en color crudo, largo hasta los pies, sin mangas y con un gran escote recamado en tul del mismo tono crudo, que dejaba los hombros al descubierto. Un vestido de novia. Malo, se dijo Eva: la amplitud del escote exponía a la vista el arranque de la burda costura que cosía la incisión vertical practicada en el tórax durante la autopsia. ¿Cómo disimularlo? ¿Quizás con un collar? No, un collar rompería esa imagen de inocencia y frescura que Eva, intuyendo la esencia más íntima de Jara Gadea, se había esforzado en restaurar. Entonces, la tanatoesteticista tuvo una idea exquisitamente inspirada: flores, pétalos de flores silvestres y aromáticas, en una clara alusión al nombre de la chica. Esparciría una lluvia de pétalos de lavanda, de jara y de tomillo, lilas, blancos y rosados, sobre su cuerpo, cuidando de que disimulasen la cicatriz del torso y el feo hematoma causado por la jeringuilla en su antebrazo. Por último, calzó sus pies con un



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